La idea más consistente durante varios decenios del siglo
XX se debe a Noam Chomsky, quien pensó que todos los seres humanos compartimos
una gramática universal: el esquema que subyace cuando eliminamos,
comparativamente, toda variación. Pero ciertos estudios neurológicos refutaron
esta idea y Chomsky fue adaptándola hasta alcanzar un cierto galimatías muy
razonado y sin duda valioso. También pensaba, junto con Jay Gould, que la
evolución del lenguaje era ajena a la selección natural
La idea central de Chomsky respecto a la existencia de un
sistema mental que computa la representación simbólica está en la base de las
arduas investigaciones del psicolingüista Steven Pinker sobre la naturaleza del
lenguaje en su libro El instinto del lenguaje, reeditado
ahora en una versión puesta al día. Desde el título se afirma que el lenguaje
es innato, aunque las lenguas, obviamente, no lo sean: nadie habla por sí mismo
inglés o español, pero está en la naturaleza del ser humano aprender la lengua
o lenguas de su entorno. El hecho de que aprendamos lenguas, de que no hablemos
de manera natural una lengua sino que sea producto del aprendizaje social,
quizás se deba a la enorme impredecibilidad del entorno, y por lo tanto la
naturaleza no habría podido incorporar a la estructura del cerebro las
contingencias a las que responden. Aquí cabe hacerse una pregunta: ¿por qué
comenzó ese desplazamiento hacia el aprendizaje complejo que caracteriza al ser
humano? Aunque hay lenguaje, así sea muy elemental, en pájaros y mamíferos, la
complejidad del lenguaje humano tiene que ver con el hecho de que somos
(¿gracias al lenguaje?) conscientes de ser conscientes.
Pinker, a diferencia de Chomsky y Gould, considera al
lenguaje una adaptación evolutiva, y por lo tanto formado por partes (cerebrales)
que han tenido funciones diversas. El descubrimiento de un gen relacionado con
el lenguaje (FOXP2), existente en otros mamíferos pero con una secuenciación
especial en nosotros, ha puesto en evidencia que ha sido objeto de la selección
natural durante doscientos mil años. Además, se han descubierto diversos genes
y localizaciones cromosómicas vinculadas a la actividad lingüística, algo que
apunta, como señala Pinker, a la riqueza genética del lenguaje, es decir, y
para que se den por aludidos los que creen (aunque solo como especulación) en
el milagro: el lenguaje no es el resultado de una mutación afortunada, la mano
de Dios o del azar, sino de un lento proceso evolutivo en el que han
participado diversas áreas cerebrales, aunque su motor sea la famosa área de
Broca. Cuando decimos, sobre todo a partir de Marx y Ortega y Gasset, que el
hombre no tiene naturaleza sino historia, incluso añadiendo que la historia es
su naturaleza (Octavio Paz), no dejamos de expresar una exageración producto de
una tradición historicista; salvo si pensamos, de manera más amplia, que la
naturaleza tiene historia. Que nuestras células tengan historia no significa
que no sean naturales y que su historia sea su verdadera naturaleza. Es cierto,
nosotros somos más ambiguos porque somos un poco libres y sobre todo morales:
respondemos de nuestros actos, incluso cuando afirmamos que actuamos sin
querer. Es mucho lo que hacemos en el espacio social, como búsqueda y
transmisión, asistidos por lo que llamamos cultura, algo que no se explica del
todo por el determinismo, aunque esta indudable realidad difícilmente niega que
la selección natural haya tomado cartas en el asunto.
Un aspecto importante estudiado por Pinker es la relación
entre pensamiento y lenguaje. La popular frase “lo tengo en la punta de la
lengua pero no sé decirlo” expresa, al parecer, una verdad profunda. La
afirmación de que el pensamiento es puramente verbal es, de nuevo, una
exageración que pervierte la realidad y que ha hecho a muchos repetir el dictum de
Wittgenstein: de lo que no se puede hablar es mejor callarse, ya que lo que no
se puede expresar es lo místico, lo que se muestra a sí mismo. Pinker no
discute con el filósofo austriaco a este respecto, pero es obvio que no está de
acuerdo. No se está hablando de un pensamiento concreto (la filosofía de
Heidegger, por ejemplo) sino en términos antropológicos, donde el lenguaje no
moldea el pensamiento. El determinismo lingüístico es deudor de Edward Sapir y
Benjamin Lee Whorf: las categorías del lenguaje determinan el pensamiento. Y su
derivado relativista: las diferencias de lenguas suponen formas distintas de
pensar en sus hablantes. Pinker y muchos otros psicolingüistas piensan que el
pensamiento es más complejo que el lenguaje, pero nos vemos obligados a expresarlo
con palabras de manera lineal, aunque es cierto que a una gran velocidad en la
emisión y recepción de sonidos. Según Pinker la complejidad de la mente “no es
consecuencia de un proceso de aprendizaje; antes bien, el aprendizaje es
consecuencia de la complejidad de la mente”. Me pregunto si Pinker no está
desplazando u olvidando que el lenguaje no solo (y ya es mucho) expresa una
parte de la complejidad de lo que él denomina “mentalés”, ese pensamiento que
trata de hallar su forma en las lenguas, sino que la lengua es capaz de
alcanzar conceptos (significados) como los expresados por Platón, Kant, Hegel o
Wittgenstein, sin olvidar el otro lado, el creativo, que funde la forma en su
expresión: Shakespeare, Góngora, Mallarmé. Pero este asunto exigiría un espacio
del que no disponemos.
La arbitrariedad de la relación entre el símbolo y su
significado ya se halla en la mente del niño, y antes de poder pronunciar una
sola palabra ya evidencia un pensamiento latente. Pinker rastrea esa
arbitrariedad a lo largo de muchas páginas, apoyándose en sesudas
demostraciones lingüísticas, psicológicas y experimentales. Esto, y los
recientes estudios neurocognitivos, le llevan a concluir que hay un instinto
del lenguaje, y que cada cerebro humano está equipado con una gramática
universal. Aunque las lenguas son ininteligibles entre sí, “bajo sus
superficiales variaciones se oculta el diseño computacional único de la
Gramática Universal, con sus nombres y sus verbos, sus estructuras léxicas y
sintagmáticas, sus declinaciones y auxiliares”. Si el lenguaje es un instinto,
parece obvio pensar que ha evolucionado, de acuerdo con el darwinismo, como el
resto de los instintos, por selección natural. Aprendemos, es cierto, aunque,
insiste Pinker, lo hacemos porque poseemos un mecanismo innato que nos permite
aprender. Pero lo que también parece cierto es que lo que aprendemos (y lo
hacemos, en términos antropológicos, a una velocidad enorme) influye en lo que
denominamos innato.
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