Félix Ovejero Lucas
Abundan las señales
de que los ciudadanos han perdido interés por la política. La constatación de
esa circunstancia acostumbra a preceder a un lamento y, poco más tarde, a la
recomendación de alentar la cultura ciudadana. Casi siempre. Porque el lamento
no es generalizado y, con frecuencia, ni siquiera es honesto. Para una parte
importante del pensamiento conservador, la democracia puede prescindir de los
ciudadanos. Incluso más: es mejor que prescinda. Llanamente, no serían de fiar.
Para llegar a esa conclusión se han aducido diversos argumentos. Por lo
general, todos ellos diversas variantes de una idea bien sencilla: los
ciudadanos serían poco menos que idiotas y, por ende, sus elecciones idiotez
superlativa. Idiotas en cualquiera de las acepciones de la palabra: en la
griega, la que se aplica al ciudadano vuelto hacia sí mismo, que ignora a los
demás, lo público; o en las más recientes, la originariamente francesa, como
ignaro, como desinformado, o, la más común, como trastornado, como incoherente.
Cuando se sopesan los problemas invocados para desconfiar de los ciudadanos, se
repara en que atañen menos a la calidad de los ciudadanos que al diseño de las
instituciones. Un diseño que responde a la exigencia liberal de asegurar la
libertad negativa, de minimizar las intromisiones en la vida de los ciudadanos,
como se verá. En realidad, la democracia moderna está pensada para operar con
ciudadanos ignorantes y egoístas, despreocupados por la cosa pública. Al modo
del mercado, las reglas del juego asegurarían que, sin información y sin
virtud, se alcancen los buenos resultados: la asignación de los recursos de un
modo más o menos eficiente. Hay algunas dudas acerca de que el mercado, el
real, funcione con máxima eficacia. Con la democracia no las hay.
Sencillamente, no funciona, no asegura las mejores decisiones, las que, por
ejemplo, adoptarían –si se eligieran– los más competentes. Y el problema no es
circunstancial, no es reparable sazonando a la ciudadanía con unas gotas de
“educación cívica”. El diseño institucional del mecanismo democrático y la
propia naturaleza de la actividad política se combinan para hacer improbable el
buen funcionamiento del mercado político. En lo que sigue empezaré por acotar
algunos de los ámbitos de deterioro de la cultura cívica. Después evaluaré el
alcance de los argumentos de quienes sostienen que es mejor prescindir de la
voz de los ciudadanos. Se verá que los problemas que señalan, reales, tienen
más que ver con las instituciones que con los ciudadanos. En cierto modo la
denuncia sobre la pérdida de cultura cívica tiene algo de paradójico si no de
hipócrita: lamentan lo inevitable, lo que forma parte del programa. Las
instituciones liberales, en particular la democracia, han sido pensadas –en la
medida en que las instituciones son resultado de “un pensamiento”, de una
planificación– para prescindir de la voz de los ciudadanos. La ignorancia y el
desinterés serían su natural combustible. Algo que, como tal, no es condenable.
No está escrito en las estrellas que la vida más plena sea la vida del
ciudadano activo y hay instituciones como el mercado que, mal que bien, parecen
funcionar con el egoísmo y la desinformación de sus protagonistas. El problema,
como se argumentará, es que ese no es el caso de la democracia. El deterioro de
la cultura cívica Entre las diversas tendencias que podemos expurgar en la
evolución de las democracias hay dos que dan pie a quejumbres generalizadas: el
aumento de la abstención y la desinformación de los ciudadanos respecto a los
negocios políticos. En un sentido trivial, los dos aspectos parecen estar
relacionados, incluso causalmente: la ignorancia, la falta de cultura,
explicaría la abstención. Pero también cabría un camino de vuelta: la abstención,
el desinterés de los ciudadanos por los asuntos colectivos, daría cuenta de la
falta de cultura, “a qué informarse, si no me voy a poner en ello”, vendrían a
decir1. Las dos tendencias, empaquetadas, se han descrito como síntomas del
“deterioro de la cultura cívica”2. Un modo de explotar las inacabables
ambigüedades de la palabra “cultura”3. Pero es mejor no escamotear los dos
asuntos, los dos sentidos de la fórmula “cultura cívica”: el laxo, casi
antropológico, que apunta al compromiso con los conciudadanos, con los valores
de la comunidad, y, el más ceñido, que se refiere al conocimiento de los
mecanismos y los protagonistas de la polí- tica. En el primer sentido, incluso
disponemos de diagnósticos, de explicaciones de su por qué: la abstención sería
la natural consecuencia de la extensión de eso que vagamente se etiqueta como
“individualismo”.
"Idiota": etimología de la palabra
Es una palabra que hoy en día se usa más que nada como un insulto. Sin embargo, muy poco tiene que ver esto con el origen etimológico de la palabra, que llegó al español a través del latín idiota, idiotae, desde el original griego ἰδιώτης (leído idiótes).
En este adjetivo, encontramos la raíz ἴδιος (leída ídios), que en griego era lo privado, lo particular, lo personal. Por lo tanto, en sus inicios, el idiota era simplemente aquel que se preocupaba sólo por sí mismo, de sus intereses privados y particulares, y sin prestar atención a los asuntos públicos y/o políticos.
En este adjetivo, encontramos la raíz ἴδιος (leída ídios), que en griego era lo privado, lo particular, lo personal. Por lo tanto, en sus inicios, el idiota era simplemente aquel que se preocupaba sólo por sí mismo, de sus intereses privados y particulares, y sin prestar atención a los asuntos públicos y/o políticos.
La palabra idiota proviene del griego ιδιωτης (idiotes) para referirse a aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino sólo de sus intereses particulares. La raíz es ιδιος (ídios = solo, aislado y, en algún caso, particular y privado). La raíz es la misma que en "idioma" o en "idiosincrasia".
En la Atenas del siglo V a.C., período álgido de la democracia ateniense, el término ιδιωτης va adquiriendo un matiz despectivo, pues se consideraba mal que alguien se mantuviera apartado de esos asuntos públicos que iban a gestionar su vida. La participación política se consideraba un deber inexcusable. En cierto sentido faltar a ese deber era incomprensible para muchos atenienses, pues pensaban que la vida política beneficiaba a todos, diferenciaba verdaderamente al ciudadano del bárbaro; y, además, el Estado ayudaba a ejercerla si había dificultades económicas. ¿Cómo? En Atenas existían las "liturgías" o subvención que el Estado daba por asistencia y participación y que sacaba de los altos impuestos que imponía a sus ciudades sometidas y aliadas. Es por eso que idiota acabó adquiriendo el valor de alguien un poco tonto e ignorante, que renuncia (por voluntad propia o incapacidad personal) a ocuparse de la política que le afecta. Es así como el término prestado al latín ya ha adquirido el sentido de alguien zafio, ignorante, burdo y sin instrucción. Este es el valor que conserva durante toda la Edad Media y el Renacimiento (por ende, el ignorante o idiota es en la Edad Media también el que no cree en Dios).
En el S. XVII la medicina francesa establece una clasificación de las deficiencias psíquicas o retrasos mentales, y utiliza el término "idiota", al igual que lo hace con el vocablo latino "imbécil", para denominar uno de esos grados de minusvalía psíquica. De ahí sus acepciones como enfermedad mental recogidas en los diccionarios, y de ahí también el que, al igual que sucedió con la palabra imbécil, acabara convirtiéndose en un insulto que hace referencia a las escasas dotes mentales del insultado.
En el S. XVII la medicina francesa establece una clasificación de las deficiencias psíquicas o retrasos mentales, y utiliza el término "idiota", al igual que lo hace con el vocablo latino "imbécil", para denominar uno de esos grados de minusvalía psíquica. De ahí sus acepciones como enfermedad mental recogidas en los diccionarios, y de ahí también el que, al igual que sucedió con la palabra imbécil, acabara convirtiéndose en un insulto que hace referencia a las escasas dotes mentales del insultado.
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