Una experiencia incesante, la vida. Vamos aprendiendo a mirar, a
asombrarnos de la naturaleza que nos rodea: los árboles, las nubes, la luz,
el mar, la tierra, los frutos de la tierra. Fueron
los primeros filósofos los que nos iniciaron en ese asombro y empezaron a
especular, a «teorizar», -que
es una forma de mirar- sobre lo que llamaron stoijeia, los «elementos», los
principios fundamentales de la vida: el agua, el aire, la tierra.
No podríamos imaginar en nuestro mundo tecnológico –fruto, en
sus orígenes, de la ciencia, de la pasión por conocer- que, de pronto, nos
dijera algo así como: mañana no habrá aire, mañana, nunca más habrá agua. Nos
sobraría ya todo, no habría prodigio técnico capaz de compensarlo. Y también la
luz: esa posibilidad de
experimentar el asombro y, en él, la unión con el mundo en el que estamos, y
transformarnos en esa luz interior, en
la que nos vemos y en la que somos.
Pero esta luz interior, este descubrimiento del «gozo de los
sentidos, (aistheséom agápesis) (Met. I.980a) estuvo determinada por unanueva
forma de mirar, y unos nuevos objetos «ideados» «mirados», que la tradición
latina llamará conceptos, o sea algo concebido por la mente y que habrían
de forjar un nuevo universo de palabras «elementales». Palabras que ya no
indicaban el mundo entorno, que no señalaban la realidad: la dureza de la
tierra, el soplo del aire, el contacto fluyente, viviente, del agua.
En esa constelación de significados se hizo presente algo que no podíamos
tocar, no podíamos percibir con los sentidos, sino con esa luz interior, nacida
en el corazón del lenguaje y que nos ha hecho comunicación y humanidad, que nos
ha transformado en palabra. Esos elementos se llamaron «Verdad», «Bien»,
«Belleza» (Alétheia, Agathón, Kalón). Puras voces, puro aire semántico que nada
señalaban fuera de sí mismo, pero cuya mismidad empezó a hacerse tan
imprescindible como el aire o el agua.
Los elementos de la cultura irradiaron hacia un horizonte ideal de la vida
humana y están, por ello, en el origen de ese también sorprendente concepto: Humanidades.
Un término que se nos ha hecho familiar, y que, por esa misma familiaridad,
podríamos resbalar, sin darnos cuenta, por el fecundo territorio de sus
significados.
Aunque no es el momento de adentrarnos por ese dominio semántico, y
descubrir algo de su historia y de su aliento, me gustaría anticipar que esa
palabra, llena de vida, las «humanidades», es fruto de un largo proceso
cultural. Es un ideal en la memoria colectiva y, sobre todo, resultado no sólo
de la «teoría», de la mirada, sino que es fuerza, dinamismo, riqueza para la
sociedad. Las humanidades se aprenden, se comunican. Las necesitamos
para hacernos quienes somos, para saber qué somos y, sobre todo, para
no cegarnos en lo que queremos, en lo que debemos ser.
La verdad era
fundadora de convivencia, estructura esencial en el comportamiento de la
sociedad: un espejo que refleja en lo dicho la conformidad y el acuerdo del ser
que lo decía.
Pero el cielo ideal de las Humanidades, está en la realidad lleno de
nubarrones violentos. Basta abrir los periódicos o escuchar las noticias.Y
esa oscuridad nos lleva a pensar si esa prodigiosa invención de las
«humanidades» no se nos ha deteriorado y si, a pesar de los indudables
progresos reales, el género humano no ha logrado superar la ignorancia y su
inevitable compañía, la violencia, la crueldad. El «género humano», esa
trivializada expresión, convertida en «desgénero humano», en una degeneración.
Hay otro concepto, en ese territorio ideal, en esos elementos inventados
por la cultura y su lenguaje, que se llamó «Bien» «Bondad». Si analizamos los
primeros textos donde aparece esa palabra, descubrimos que el Bien –tò agathón–
la excelencia, la virtud, la conciencia moral y todo lo que se encerraba en la
palabra areté, fue surgiendo y evolucionando desde el cobijo del clan familiar. El
bien se levantó desde ese espacio de mutua ayuda y protección con que
la naturaleza asimila, alienta y sostiene sus propios productos.
Efectivamente el bien suponía, frente a la idea de un bien absoluto, una
perspectiva humana. Una mirada, pero desde dentro de uno mismo. Un texto de la
Ética aristotélica dice que todos los hombres buscan el bien; pero ese bien
está determinado por la «apariencia» (phainómenon) con la que se nos hace
presente. La apariencia es, pues, lo que ve nuestra mente, lo que
siente nuestro corazón, lo que construye la mirada interior que forja
la propia humanidad. Y ese bien, como la verdad, se aprende en la cultura que
no es, en su origen, sino pedagogía, educación.
No es extraño que la
belleza fuera unida a la bondad (kalós kaì agathós). Todo ello implicaba el
despertar, ante nuestros ojos, ante nuestros oídos de ese horizonte de las
Humanidades.
II
Una famosa intuición de la filosofía griega, atribuida a Protágoras, nos
dice que «el hombre es la medida de todas las cosas». Y sabemos que es cierto,
que nuestra intimidad es el misterio que oculta esa perspectiva con la
que nos acercamos al mundo.
Pero ese homo mensura
que manifiesta la esencia de nuestra personalidad, del ser que somos o que
estamos llegando a ser, nos enfrente a otras cuestiones sustanciales:
¿Quién mide en
nosotros?
¿Qué medimos?
¿Cómo medimos?
Y en definitiva:
¿Quién nos enseña a
medir?
La educación, la paideía, inicia, ya en la infancia, ese
proceso de construir el «quien» que mide en nosotros. Los reflejos mentales,
los posibles reflejos condicionados que, como en el famoso experimento de
Pavlov, inyecta en las neuronas, el lenguaje de los medios de
comunicación, de nuestros, digamos, educadores, determina, condiciona,
esclavizándola o liberándola, nuestra vida y nuestra persona. Aunque
lo importante no son tanto los medios, sino las fuentes, los orígenes, los
manantiales de los que brota todo lo que esos medios «mediatizan».
Estoy convencido de que los maestros, los profesores, son conscientes de
ese privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de «humanidades». Ese
anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la empresa más necesaria
en una colectividad, en una «polis» y en su memoria. En ella, en esa
educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el de la
lucha por la igualdad, por la justicia, por la inteligencia.
Quisiera recordar, en
este momento un poema de Brecht que habla del nacimiento del libro de Lao-tsé
cuando iba a la emigración. Al pasar una frontera, el aduanero le pregunta si
tiene alguna cosa que declarar. Ninguna, dice. Y el joven que le acompañaba añade:
«Er hat gelehrt». Ha podido hablar, comunicarse, enseñar, existir en las
palabras. «Y así quedó todo claro».
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